El derecho a aprender no debería costar la vida
En Colombia, enseñar o estudiar se ha convertido en un acto de valentía. En zonas rurales atravesadas por la violencia, la escuela dejó de ser un lugar de sueños para convertirse en un espacio de miedo. ¿Cómo llegamos al absurdo de que la educación, la herramienta más poderosa contra la guerra, sea precisamente una de sus víctimas más frecuentes?
Desde 2020, más de 600 ataques se han registrado contra escuelas, docentes y estudiantes en territorios dominados por grupos armados. Son cifras frías que esconden dramas profundos: aulas convertidas en trincheras, maestros desplazados por negarse a obedecer órdenes criminales, niños obligados a abandonar sus pupitres para no terminar reclutados. ¿Y cuál ha sido la respuesta del Estado? Un silencio que duele, una indiferencia que mata.
La paradoja es brutal: mientras en los discursos oficiales se habla de “paz total”, en la práctica los territorios siguen sumidos en la zozobra. La escuela, que debería ser el santuario de la esperanza, se convirtió en un campo de batalla invisible. ¿Qué futuro puede tener un país que permite que enseñar o aprender equivalga a jugarse la vida?
Pero el problema no es solo la violencia armada. Es también la negligencia institucional. Muchas comunidades denuncian que, tras un ataque, las escuelas permanecen cerradas semanas enteras sin que nadie garantice el derecho fundamental a la educación. Se castiga doblemente al estudiante: primero con el miedo y luego con el abandono.
No se trata únicamente de cifras o informes de ONG. Son niños y niñas que crecen entre disparos y silencios, son maestros que se convierten en héroes anónimos intentando sostener una clase en medio de la guerra. Y mientras tanto, los líderes políticos de turno se conforman con pronunciar condenas vacías y promesas que nunca se cumplen.
Colombia necesita entender de una vez por todas que no habrá paz posible sin escuelas seguras. Un territorio donde un niño no puede estudiar sin miedo es un territorio condenado a repetir la violencia. Invertir en blindar la educación no es un lujo ni una opción: es la única salida digna para romper el círculo vicioso que nos hunde desde hace décadas.
El Estado debe garantizar que cada aula en zona de conflicto esté protegida con la misma fuerza con que protege un batallón. La sociedad debe indignarse y levantar la voz, porque callar ante la violencia contra la educación es aceptar que el futuro del país se siga escribiendo con sangre y no con lápices.
El derecho a aprender no debería costar la vida. Y sin embargo, hoy en Colombia, cuesta demasiado.
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