El Estado no es casting

Los cargos públicos no son trofeos de identidad ni medallas de activismo: son mandatos técnicos y éticos para administrar impuestos y resolver problemas reales. La representación importa, claro, pero no sustituye la competencia. Pertenecer a una comunidad —la que sea— no habilita por sí solo para ejecutar presupuesto, dirigir equipos o tomar decisiones de alto riesgo.

Las cuotas y la paridad existen para corregir brechas históricas, no para abrir atajos. Cumplir la letra de la ley sin el espíritu de la meritocracia termina en clientelismo con maquillaje. Si un nombramiento se justifica solo por simbolismo o ruido en redes, el resultado es predecible: mala ejecución, sobrecostos y pérdida de confianza ciudadana.

Quien aspire a un cargo debe superar filtros transparentes y medibles: hoja de vida verificable, experiencia específica en la materia, pruebas de conocimiento públicas, antecedentes limpios y un plan de gestión con metas y fechas. Si esa barra parece “muy alta”, el Estado no es el lugar para aprender desde cero. El servicio público exige preparación antes, no improvisación después.

A los partidos y gobiernos les cabe otra parte de la tarea: procesos de selección abiertos, publicación de puntajes y criterios, comités de evaluación independientes y seguimiento a resultados. Si una persona no cumple, se la releva sin dramatismos. Cuando la política protege el puesto y no el desempeño, termina castigando al ciudadano que paga la cuenta.

Concluyo sin rodeos: representación sí; improvisación, no. El Estado requiere gente competente y probada. Quien quiera administrar la Nación que se prepare, compita en igualdad y rinda cuentas con cifras. Aquí no hay atajos: sin mérito no hay cargo; sin resultados, no hay permanencia.

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